Resumo | A mediados del siglo XIX, el presidente ecuatoriano Gabriel García Moreno decretó la construcción del primer Cementerio de Disidentes que debía ubicarse en los bordes del ejido norte de la ciudad de Quito, fuera de la estructura urbana. La relación conflictiva entre la católica sociedad ecuatoriana y los visitantes que profesaban otras creencias se plasmó en esa designación espacial.
Ya en las primeras décadas del siglo XX, se edificaron los cementerios Israelita y Alemán, también en fundos lejanos. En ellos empezaron a enterrarse, ya no solo exploradores y diplomáticos, sino también migrantes que llegaron huyendo de los conflictos mundiales, del hambre o, simplemente, en busca de otros espacios para asentarse. Tras sus muros se esconden memorias y estructuras que dan cuenta de la Historia industrial de la ciudad y de sus relaciones con el mundo. Se trata de una migración que , de cierta manera, fue promovida desde el Estado y que, por tanto, se integró, en gran medida, a las élites sociales y políticas del Ecuador.
Desde finales del siglo XX, el país experimentó intensas oleadas de migración de ecuatorianos hacia los países desarrollados, pero también ha recibido a grandes cantidades de migrantes desplazados por el conflicto colombiano y, más recientemente, a los movilizados por la crisis venezolana. Cifras oficiales sitúan al Ecuador como el país con mayor número de refugiados en la región. Sin embargo, más allá de las evidencias de la migración, rara vez nos preguntamos sobre las víctimas de estos procesos, aquellos que deben morir lejos y que no siempre pueden acceder a los beneficios estructurales y espirituales de una inhumación digna en una ciudad que no tienen servicios funerarios públicos. En este trabajo propongo leer desde una perspectiva histórica y contemporánea a aquella fina línea que separa al ciudadano del extranjero y al papel de los cementerios como laboratorios para entender una de las caras menos visibles de la migración: la muerte.
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